Ermita de San Román de Moroso
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Ermita de San Román de Moroso: piedra viva del alma mozárabe
Un templo milenario oculto entre senderos y memoria. En lo más íntimo del paisaje cántabro, siguiendo una senda que desciende suavemente desde Bostronizo, aparece la Ermita de San Román de Moroso.
Silenciosa y modesta, se alza sobre una pequeña vaguada como si hubiese brotado de la tierra misma, con la solidez de quien ha resistido siglos enraizada en la fe y en la piedra. Su origen se remonta al siglo X y su estilo, profundamente mozárabe, le otorga un carácter único, casi místico.
Levantada con sillares de gran tamaño y notable regularidad, especialmente en las esquinas, su aspecto sobrio y macizo le confiere una presencia atemporal.
La espadaña que corona el conjunto fue añadida tiempo después, y la nave, de planta rectangular, mantiene su techumbre de madera, mientras que el ábside cuadrado se cubre con una bóveda de cañón que refuerza su sentido de recogimiento.
Un lenguaje arquitectónico que susurra al pasado
El acceso a la ermita conserva un arco de herradura, sencillo y austero, aunque desprovisto ya de las columnas y capiteles que lo enmarcaron en su origen.
En el interior, restos dispersos como un fuste de columna y un capitel cilíndrico decorado con palmetas encajadas en arcos de herradura invertidos evocan la riqueza escultórica de una época desaparecida.
El arco triunfal, también de herradura y sin sus columnas originales, presenta cimacios escalonados que acentúan su perfil singular.
Las ventanas, tres en total, revelan una profunda coherencia simbólica: dos estrechas y abocinadas, que filtran la luz de forma íntima; y una tercera, centrada en el ábside, tallada en forma de “ojo de herradura” y flanqueada por una cruz patada, como un sello antiguo de lo sagrado.
Motivos mozárabes y huellas de eternidad
Sosteniendo el alero del tejado, se alinean modillones decorados con motivos florales de simetría perfecta —flores de cuatro, seis y ocho pétalos—, esvásticas y círculos grabados con una minuciosidad que habla de un tiempo donde el arte era también meditación.
Estos detalles, tan propios del arte mozárabe, no solo adornan: comunican.
En las inmediaciones, al norte del templo, se excavó una necrópolis que reveló tumbas de lajas, sarcófagos y restos de muros sin significado claro.
Entre estos hallazgos, destaca un fragmento de una jarra litúrgica visigoda, testimonio material de un culto antiguo que no ha desaparecido, solo se ha hecho más callado.
Un enclave sagrado en el cruce de reinos y creencias
La primera mención escrita de esta ermita aparece en el año 1119, en un documento que narra la donación del monasterio de San Román de Moroso a la poderosa abadía de Santo Domingo de Silos por parte de la reina Doña Urraca.
Aquel gesto consagró la memoria de este lugar en los registros del tiempo, pero su verdadero valor se encuentra en la continuidad silenciosa de su existencia.
Hoy, visitar esta pequeña ermita es reencontrarse con un momento de transición histórica, donde lo cristiano y lo visigodo, lo rural y lo sagrado, convivían en espacios de recogimiento.
Aquí, cada piedra es relato, cada símbolo una oración labrada. Un lugar donde el arte no grita, sino que susurra.