Cueva de la Meaza
Índice La Cueva de la Meaza
La Cueva de La Meaza. Descubierta por Hermilio Alcalde del Río en 1907, esta cavidad encierra un valioso patrimonio arqueológico y artístico que se remonta al Solutrense Superior, hace más de 18.000 años.
Sin embargo, sus signos pintados en rojo, sus enterramientos humanos prehistóricos y su poderosa estética natural la convierten en un testimonio clave del pasado remoto del norte peninsular.
Descubrimiento y primeras investigaciones
La cueva fue hallada el 11 de marzo de 1907 por el pionero del arte rupestre cantábrico, Hermilio Alcalde del Río.
Ya en esa primera visita detectó sílex trabajado, fragmentos cerámicos, restos óseos y un singular signo en forma de serpiente pintado con puntos rojos. Este hallazgo marcaría el inicio de una historia de exploraciones que se extendería durante el siglo XX.
En 1945, Valentín Calderón de la Vara retomó las investigaciones y halló restos de cerámica, moluscos y, sorprendentemente, un sepulcro humano abierto y desordenado.
Un año más tarde, junto a Valeriano Andérez, trazó una de las primeras estratigrafías completas de la cavidad. Más tarde, equipos como el de Loriente, Begines y San Miguel (1966), y más recientemente el del C.A.E.A.P., encontraron nuevas figuras rupestres, completando el conocimiento de este enclave único.
Un yacimiento con capas milenarias
La estratigrafía arqueológica documentada en La Meaza permite trazar una secuencia continua de ocupación humana a lo largo de distintos periodos.
En la superficie se han encontrado materiales medievales como cerámica y restos faunísticos. En el primer nivel arqueológico destacan fragmentos de cerámica a mano e industria lítica del Calcolítico o Edad del Bronce.
En un segundo nivel, se ha documentado industria asturiense, incluyendo picos de piedra, restos de moluscos y un hogar.
El nivel tres aporta industria lítica y ósea, arpones, cantos rodados con pigmento rojo y abundante fauna como ciervos, todo ello propio del periodo Aziliense.
En el nivel cuatro, se encontraron raspadores, raederas, hojas de sílex y más restos faunísticos, datables en el Magdaleniense.
Bajo el signo de puntos rojos también aparecieron restos óseos y sílex trabajado, lo que refuerza la hipótesis de que el área tenía un uso simbólico, posiblemente ritual.
Un arte rupestre único: puntos serpentiformes en penumbra
La Cueva de La Meaza destaca por sus signos rupestres de estilo III, adscritos al Solutrense. Se han identificado dos paneles con signos compuestos por puntos rojos en triple hilera, dispuestos en forma sinuosa o serpenteante.
También aparecen manchas informes de pintura roja muy desgastadas y grabados incisos no figurativos en las paredes laterales de la sala principal.
Todos los motivos se encuentran ubicados en zonas de penumbra, lo que sugiere una intencionalidad ritual o simbólica.
Estilísticamente, presentan semejanzas con el arte de otras cavidades de la región, como La Pasiega o El Pendo.
Características físicas y acceso
La cueva posee una boca amplia orientada al suroeste. Su vestíbulo descendente lleva a una gran sala de aproximadamente 59 metros de largo por 42 de ancho, con una altura media de 10 metros, lo que la convierte en una cavidad de dimensiones considerables.
En su interior, las paredes derecha e izquierda presentan espacios claramente diferenciados.
En la zona más oscura, al fondo de la pared derecha, se encuentran los signos serpentiformes principales.
En la pared izquierda, más iluminada, se halla otro signo similar y un panel de grabados incisos.
El acceso se realiza desde la carretera que une Cabezón de la Sal con Comillas, tomando un desvío hacia el barrio de La Molina.
Desde allí, un camino carretero conduce hasta la cueva, situada junto a un antiguo humilladero hoy en ruinas.
Una joya aún por descubrir
Pese a los numerosos estudios y referencias en la literatura arqueológica, la Cueva de La Meaza sigue siendo una gran desconocida. No cuenta con rutas señalizadas ni es visitable de forma oficial.
Sin embargo, su potencial es enorme: tanto por su valor arqueológico como por su función como lugar simbólico para los grupos humanos del Paleolítico Superior.
Es también un recordatorio de cuántas joyas del patrimonio cántabro permanecen olvidadas, lejos del foco mediático, esperando su redescubrimiento.