El fin de semana en Santander ha dejado un reguero de imprudencias y vergüenza en las carreteras. Una ciudad entera convertida en pista de choque por culpa de conductores que confundieron el asfalto con una barra libre.
La primera en inaugurar el desastre fue una mujer de 31 años que, ebria hasta las cejas, se estampó contra una farola en la calle Rosa. La prueba de alcoholemia dejó a los agentes sin aliento: cuadruplicaba la tasa permitida. Sí, cuadruplicaba. Podría haber matado a alguien, pero la farola pagó el precio.
No había pasado ni dos horas cuando otro iluminado, esta vez un hombre de 43 años colocado con cocaína, decidió dar espectáculo en Reina Victoria. Se salió de la vía y arrasó tres coches aparcados como si fueran simples conos de un videojuego.
Por si fuera poco, la lista negra siguió creciendo: un conductor de 31 años duplicó la tasa de alcohol en la calle José María de Cossío y vio cómo su coche acababa en el depósito de Ojaiz. Y para rematar la función, un motorista de 39 años en la calle San Fernando se negó en repetidas ocasiones a soplar en la prueba de alcoholemia. Rebelde sin causa, pero con riesgo para todos.
Y mientras tanto, la fiesta no se limitaba al volante. La Policía Local denunció a 35 personas por beber en la calle, como si la ciudad fuese un botellódromo a cielo abierto, y a tres locales de hostelería que reventaron la paciencia de los vecinos con música, licencias incumplidas y un desprecio absoluto por las normas. Ni las casas se salvaron: dos fiestas privadas acabaron en denuncias por perturbar el descanso de la vecindad.
Santander amanece con resaca moral: borrachos al volante, drogados jugando a ser pilotos y calles que se convierten en un parque temático del descontrol. La pregunta que queda flotando es sencilla y brutal: ¿cuánto falta para que este cóctel de irresponsabilidad termine en tragedia?
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